Sant’Egidio junto a los niños de la calle de Chad. Una historia en N’Djamena

Chad es uno de aquellos países a caballo entre el desierto y el verde de los altiplanos de África Central. Su territorio, que siempre ha sido cruce de caminos de mundos distintos, tiene atractivo pero es al mismo tiempo escenario del drama de la sequía y de la guerra.
En N’Djamena, la capital, los idiomas nacionales, con el árabe y el francés, se mezclan entre sí como los colores de sus habitantes (aproximadamente un millón, pero las cifras son aproximadas y el registro civil no ayuda). Crece desordenadamente: a lo largo de las grandes arterias viales se alternan barrios cristianos y musulmanes, y muchos pobres, víctimas del hambre y de la violencia difusas.

Desde enero de 2013 la Comunidad de Sant’Egidio se ocupa de los niños de la calle que viven alrededor del mercado de Dembé, una zona periférica de la capital. Durante la noche se refugian en el monte para evitar los peligros de la calle y por la mañana vuelven y se diseminan por la ciudad.

Explican los amigos de Sant’Egidio en N’Djamena: La primera etapa del su periplo es el mercado. Hace varios años que los encontramos allí. Son de los primeros que invitamos a la comida de Navidad y a las grandes fiestas con la Comunidad.

Pero ahora esta amistad se enriquece con una cita semanal, el sábado: tenemos que ir a buscarles al monte a primera hora de la mañana, entre las 6 y las 7, antes de que vayan a dispersarse por las calles de la ciudad. Les llevamos un plato de arroz con tomate, pasta, una bebida caliente (te o leche) y cuando podemos, también patatas, carne picada y zumos de fruta»

Y así, poco a poco, la regularidad de los encuentros ha conquistado a estos niños y adolescentes endurecidos por la vida de la calle: la fidelidad abre el corazón al deseo de confiar sus historias y al agradecimiento por el cariño y la protección de los amigos mayores (a veces por pocos años, pues varios estudiantes de instituto ayudan en este servicio por la calle).

Algunos son huérfanos, otros se han ido de casa por problemas familiares, pero también por pobreza y buscando algo que comer. A menudo son víctimas de prejuicios y supersticiones o de intereses de las familias.

Algunos simplemente se pierden porque las casas son muy precarias y puede pasar que la familia se traslada repentinamente a otro barrio.

Se paran en los cruces de caminos, en las cunetas de las calles, a veces ni siquiera tienen fuerzas para ir a buscar comida. Una leve enfermedad, una caída, pueden convertirse en una tragedia: con el polvo y la calor, sin agua para lavarse, las heridas se infectan rápidamente.
Necesitarían atención y protección, como todos los niños, pero la gente pasa de largo, a veces los insulta y los agrede sin motivo, solo porque van sucios. Tienen que defenderse y esconderse: por la noche la oscuridad del bosque ofrece más tranquilidad que la calle. Pero desde este año el sábado por la mañana salir da menos miedo, hay amigos que esperan, que protegen y tranquilizan la vida con cariño.

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