Palabras de Marco Impagliazzo y de Enrichetta Vitalli a Benedicto XVI

Palabras de Marco Impagliazzo, Presidente de la Comunidad de Sant’Egidio

Beatísimo Padre,

hoy nuestra alegría es grandísima por Su presencia entre nosotros. Sentimos la gracia de recibir Su visita, después de que oró con nosotros en la basílica de San Bartolomeo dedicada a los nuevos mártires, después de que comió con los pobres en Navidad, después de que animó en Camerún el programa DREAM para luchar contra el sida. Este pueblo de toda edad está feliz de acogerle en esta casa familiar de la Comunidad de Sant’Egidio para los ancianos. Este es un lugar de esperanza. Por las calles de Roma –y de muchas otras ciudades de Europa– encontramos cada vez más ancianos tristes y resignados. Muchos quedan en el olvido: empobrecidos por la enfermedad, por la soledad, por la fragilidad, por la exclusión. La bendición de una larga vida se transforma en tristeza. ¿Es un destino inevitable? –nos preguntamos desde hace muchos años. En esta y en las otras catorce casas de la Comunidad en Roma, los ancianos recuperan la esperanza. Aquí se hace realidad las palabras del salmo 71, conocido como «la oración de un viejo”: “Yo esperaré sin cesar, reiteraré tus alabanzas” (14). Aquel que mantiene la esperanza, a pesar de las dificultades de la salud, reza por él y por los demás. Hoy, Su visita, Padre Santo, sostiene a los ancianos y a todos nosotros en la esperanza. Este lugar nació para quien ya no puede vivir en su casa, porque no tiene autonomía, porque ha perdido la vivienda, por los conflictos familiares, por la pobreza. Para reducir el número de los ingresos en grandes centros, pusimos en marcha experiencias de compartir vivienda entre ancianos, viviendas protegidas y casas familiares. Y con la visita regular de muchos de nosotros, ayudamos a miles de ancianos que viven en residencias o solos en casa.Los ancianos siguen teniendo esperanza, con la ayuda de los jóvenes y los adultos que se han convertido en sus compañeros. La esperanza renace cuando se recupera un clima familiar: jóvenes y ancianos juntos, como si fueran una familia (abuelos, hijos, nietos).Aquí y en muchos lugares de Roma donde la Comunidad visita a los ancianos se hace realidad aquella unión maravillosa, simple pero esencial, entre el amor del Evangelio y el amor por los pobres. Hemos comprendido que ese es el corazón de nuestra vida. Escuchando el Evangelio brota un gran amor por todos y sobre todo por los pobres. Hemos entendido que la fe mueve la inteligencia, la vida, y también la política, para construir un mundo más acogedor. Lo hemos vivido estos años, y con alegría lo comunicamos a quien conocemos.

Esta casa es el fruto de un sueño, madurado en la escuela de la conmoción de Jesús por las muchedumbres cansadas y abatidas. Usted siempre nos ha ayudado, durante estos años con Su palabra, a comprender que la fe es el origen de todo cambio profundo de la vida y de la historia. Nos exhorta a vivir siempre la conmoción de Jesús. Esta conmoción nos hace mejores, humanos, porque es fuente de verdadero humanismo. El profeta Joel afirma: “Yo derramaré mi espmi espíritu sobre todo mortal y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, vuestros ancianos tendrán sueños, vuestros jóvenes verán visiones” (Jl 3,1-3).

Gracias al Espíritu que es amor, los ancianos sueñan. Sí, Padre Santo, los ancianos sueñan cuando son amados y acompañados cada día. Gracias al Espíritu, los jóvenes tienen visiones de vida: ya no temen a la debilidad de los ancianos, que, por el contrario, se convierte en una oportunidad de intercambio de amor. Y los ancianos son maestros de cariño y humanidad, y ven en quien les ayuda casi a un ángel.

Padre Santo, con Su fe y Su predicación, nos anima a hacer realidad la palabra del profeta: los ancianos sueñan y tienen esperanza y los jóvenes tienen visiones. Precisamente al inicio del Año de la fe, la bendición de Su visita nos hace más fuertes en la fe y más alegres en la esperanza. Cuando desde Su ventana bendice la ciudad y el mundo, ve la colina del Gianicolo donde nos encontramos. Acuérdese de este pequeño pueblo que le quiere. Gracias

 

Palabras de Enrichetta Vitalli

Santo Padre, me llamo Enrichetta, tengo casi 91 años, vivo en Tor De’Cenci, soy viuda desde hace tiempo y formo parte de la Comunidad de Sant’Egidio desde hace 33 años. Para mí hoy es una gran alegría poder estar con usted, y explicarle algo de mi vida. Santo Padre, la vida de los que somos ancianos es una vida llena de problemas y a veces de sufrimiento. Nos volvemos débiles, tenemos muchas enfermedades y dolores, y yo, además, con el paso del tiempo casi me quedo ciega. Necesito que me ayuden y me acompañen para salir, la vida hoy es más difícil, ya no puedo hacer lo que quiero como antes. Pero he tenido la gracia de conocer a la Comunidad de Sant’Egidio a lo largo del camino de  mi vida.   Le quiero decir que la amistad con muchos jóvenes y menos jóvenes, a pesar de que yo estuviera más débil, me ha dado mucha fuerza, mucha vida, mucho ánimo. No me avergüenzo de decir que, siendo anciana, he aprendido a través de la amistad, muchas cosas, no yendo a la escuela, sino con la cercanía y el cariño de muchos hermanos más jóvenes. Ante todo ha aprendido a amar al prójimo, como nos pide Jesús, a ayudar concretamente a quien es más débil que yo, a quien está más indefenso. He aprendido a defender la vida, sobre todo la de muchos otros ancianos abandonados a menudo por sus familias, y voy a encontrarles a la residencia, les amo y lucho con la Comunidad para protegerles. Siendo anciana he descubierto y he entendido muchas cosas del mundo, me he convertido en abuela no solo de mis nietos, sino de muchos niños de mi barrio, sobre todo nómadas del campo de Tor de Cenci.
Por eso, estoy siempre agradecida a Andrea que creó esta Comunidad, en estos años he podido ayudar a muchas personas necesitadas, a las que yo sola no habría conocido. Hoy mi familia se ha ampliado con muchas personas de Italia, de Europa, de África, muchos amigos y hermanos a los que quiero y que me devuelven el amor. Y también hoy que puedo hacer menos cosas porque no veo bien, le quiero decir que soy una anciana serena. No me siento inútil, la oración que siempre ha acompañado mi vida hoy se ha convertido en mi principal preocupación. La oración no es solo mi mayor consuelo en los momentos de dificultad, sino que también es mi servicio, mi amistad con quien es más débil, con quien vive en guerra, con quien está enfermo, con África y también con usted. El año pasado recé mucho cuando se cayó en San Pedro a causa de aquella señora que quería tocarle. Con los años ya no como tanto como antes, pero la oración es mi alimento principal y la gran fuerza que me ayuda a vivir junto a los demás incluso cuando no puedo estar físicamente.
Santo Padre, ruego siempre al Señor que no me haga perder la memoria para que pueda acordarme siempre de todos en mi oración y rezo siempre por usted, para que pueda dar mucha esperanza a este mundo nuestro.

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