Pablo VI, un humilde reformador, de Andrea Riccardi (Corriere della Sera 16-10-2014)

Tras la beatificación de Pablo VI, reproducimos una reflexión de Andrea Riccardi sobre la figura de Montini. El Papa que cambió la Curia y afrontó con valentía la difícil fase postconciliar.

 

de Andrea Riccardi

 

 

Pablo VI es un Papa olvidado. No tiene filas de devotos como Roncalli o Wojtyla. Sin embargo, el Papa Francisco se ha apresurado a beatificarlo. Para él es figura clave de la Iglesia contemporánea. Para comprender el catolicismo de nuestro tiempo se debe tener en cuenta este pontificado. También Italia tiene una deuda con él. Durante el fascismo, Montini formó a los universitarios de la Fuci: de aquel vivero surgió mucha clase dirigente democristiana. Además, Montini, como sustituto de la Secretaría vaticana y colaborador de Pio XII, apoyó a Alcide De Gasperi y a la naciente Democracia Cristiana, acreditándoles ante el Papa, hasta el punto de que algunos lo consideraron cofundador del partido. Estuvo junto a De Gasperi en la “historia secreta”, es decir, en las difíciles relaciones de un político laico con Pio XII. Estuvo cerca de Giorgio La Pira, que hizo de Florencia un lugar de diálogo con el Este comunista y las religiones, en tiempos de guerra fría y anatema. Montini tuvo un “genio político” -afirma el filósofo Jean Guitton, amigo suyo- como constructor gradual de nuevos procesos históricos. Fue un agudo y tenaz luchador. Crecido en el laboratorio religioso y civil de Brescia de comienzos de siglo, expresaba un espíritu (fiel y abierto) en relación con el espíritu “romano” de una Iglesia-baluarte. Para él hacía falta cambiar.

Con esta perspectiva ascendió los peldaños de la carrera eclesiástica, prudente y convencido, percibido como un extraño peligroso por el “partido romano” dominante en la Curia. No así para Pio XII. Sin embargo, en 1954 los “romanos” consiguieron alejarle, promoviéndole como arzobispo de Milán. Para él fue un exilio. Pensaba que una reforma de la Iglesia tenía que venir desde el centro, desde una Roma renovada. Pero Juan XXIII lo asombró convocando el Concilio: “Ese hombre santo no se da cuenta de que se mete en un avispero”, confesó Montini. Elegido Papa, fue el arquitecto del Vaticano II y de su recepción. En 1963 -por última vez-, el “partido romano” trató de bloquearlo, dificultando su elección en el cónclave. El primer gesto del recién elegido Papa fue pacificador: fue al colegio español para visitar a un cardenal ibérico que estaba enfermo. Quiso pronto una profunda reforma de la Curia, llevada a cabo en dos años después del final del Concilio: una Roma con autoridad y renovada, colegiada con las conferencias episcopales, tenía que hacer crecer el mensaje conciliar entre lo que ya se llamaba el “pueblo de Dios”.

Una Iglesia conciliar en diálogo con el mundo -palabra clave montiniana… Era necesario renovarse para presentar la fe a un mundo que había cambiado. Pero el diseño se vio arrollado por la corriente tumultuosa y contestataria del 68. La Iglesia se volvió conflictiva, hasta el punto de temer rupturas. Para los progresistas el Papa era un freno. Para los conservadores, el responsable de la crisis: los curas abandonaban el ministerio, los seminarios y los conventos se vaciaban, la autoridad era contestada, la gente se secularizaba. Se volvió impopular, le consideraban ambiguo. Lo llamaban “Pablo melancólico[1]”. Sufría. Sin embargo, no buscó refugio en un autoritarismo nostálgico; mantuvo firme la línea conciliar. Parecía ver más allá de la tempestad que llenó mucho de su pontificado, convencido de que había que escribir una página nueva en la historia de la Iglesia, aunque los frutos no se vieran todavía. Abrió nuevos escenarios: los viajes intercontinentales, el diálogo con los cristianos y las religiones. Presentó a la Iglesia desde la tribuna de la ONU, no como maestra de civilización sino como experta de humanidad.

En 1970, antes del viaje a Asia, confesó el sentido de su límite: “He aquí –dijo- otro personaje. Pequeño como una hormiga, débil, inerme… Trata de abrirse camino en medio de la marea de las gentes, trata de decir una palabra… El Papa se atreve a medirse con los hombres. ¿David y Goliat? Don Quijote...”. ¿Podía expresarse así un Papa? Montini se sentía un pequeño hombre moderno en la marea de la complejidad, pero no renunció a escribir una historia nueva. Un hombre de Iglesia, apasionado por el gobierno como servicio. Un italiano de apertura universal, lo contrario de la caricatura del “italiano”. Es más, una gran expresión de una humanidad italiana del siglo XX. Sin grandezas, esquivo. Se fue de puntillas, en 1978, abatido por el asesinato de Moro y por la impotencia de aquellos días. También su Italia democrática parecía sacudida. El último gesto fue ir a la tumba del cardenal Pizzardo, su opositor: “Reconciliación es un valor cristiano también para un Papa”, le dijo a un periodista. Luego, con fiebre, volvió a Castelgandolfo y murió en el silencio de un cálido verano.

(Traducción de la Comunidad de Sant’Egidio)

[1] “Mesto” en italiano, que rima con Sexto

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